Juan
Merelo-Barbera
Presidente de la Comisión Justicia Penal Internacional del Colegio de Abogados de
Barcelona, Profesor
Filosofía del Derecho, Universidad de Barcelona.
La
primera vez que supe de Armenia fue de niño, al ojear en alguna que
otra ocasión la enciclopedia Espasa, edición de 1954. Bajo la
cabecera “Matanzas
de Armenia”,
la Espasa decía que “se
aplica este nombre a las tropelías y fechorías cometidas por los
turcos contra los armenios desde 1885”.
Aquellas primeras “tropelías”, añadía expresamente el texto,
habían merecido escasos reproches de la sociedad internacional. Por
entonces, la enciclopedia familiar no incluía todavía la voz
“genocidio”, aunque desde 1948 existiera la Convención para la
Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio en el ordenamiento
jurídico internacional, con el establecimiento de una jurisdicción
penal de carácter universal, que otorga a cualquier estado la
legitimación para la persecución y enjuiciamiento de este tipo
delictivo.
Tampoco
existían más referencias sobre posteriores “tropelías” contra
Armenia, ni siquiera las cometidas a partir de 1915. El 24 de abril
de aquel año un nacionalismo patriótico había iniciado una
ofensiva que terminaría con la ejecución de armenios de entre 20 y
45 años y la deportación de mujeres, niños y ancianos en caravanas
sistemáticamente atacadas, con el resultado de 1.800.000 muertos.
Consta
el llamamiento del ministro del Interior Talaat inaugurando la
masacre : “El
gobierno, por orden de la Asamblea, ha decidido exterminar totalmente
a los armenios que viven en Turquía. Quienes se opongan a esta orden
no pueden ejercer función alguna de gobierno. Sin miramientos hacia
mujeres, niños e inválidos, por trágicos que sean los medios de
traslado, se debe poner fin a sus existencias”.
Determinante decisión de un estado gobernado con popularidad por una
mayoria étnica y religiosa .
Eran
tiempos en que la formación política Jóvenes Turcos manejaban el
poder en una Turquía efervescente de su propio nacionalismo,
considerado por muchos estudiosos como cosmopolita, y que dirigía
los pasos hacia su trasformación en un estado moderno, que se
pretendía sucesor del imperio otomano, por entonces objetivo
expansionista de las potencias europeas.
Con
el tiempo, aprendí a conocer el significado político de
determinados silencios – y también a desconfiar hasta de las
Wickipedias- , asi como a escuchar preocupado que los nacionalismos
en la historia han resultado muchas veces motores devastadores para
la humanidad. Pero, aun hoy, la comunidad internacional,
particularmente entre los estatistas, sigue reacia al reconocimiento
del genocidio armenio, ni siquiera para declarar moralmente su
existencia, como se viene pidiendo abril tras abril por los hijos de
la diáspora armenia. Y resulta significativo. Porque, como
consecuencia de este negacionismo, tampoco existe un reconocimiento
universal del padecimiento de los grupos nacionales cuando son
sacudidos por una conmoción de su pasado. Se dirá que es un
victimismo inútil, propio de los que rebuscan en su historia la
vindicación de sus ancestros. Sin embargo, por poco que se analice,
aparecen otros motivos para el no reconocimiento de esta culpabilidad
histórica. Estos motivos son aquellos nacionalismos que vertebran a
los estados-patria.
Al
igual que ocurriera con la Sociedad de Naciones en el período de
entre guerras, lo que continúa prevaleciendo es este sentimiento de
patria, de un orgullo nacional que convierte en peligrosamente banal,
desde la perspectiva jurídica del reconocimiento de valores
universales y de los derechos humanos, la actitud patriotera
negacionista. El principal obstáculo para el reconocimiento del
genocidio armenio sigue estando en la existencia de este patriotismo,
particularmente el de un estado con peso geoestratégico importante.
Tanto Armenia como Turquía son estados-parte de la Convención contra
el Genocidio y, teóricamente, podrían llevar el caso ante la Corte
de Justicia Internacional. De hecho Turquía convino, en el tratado de
Sévres, la entrega de los responsables, pero este tratado nunca fue
ratificado y el posterior tratado de Lausanne (1923) otorgó una
amnistía por los crímenes cometidos entre 1914 y 1922. Por su lado,
Armenia no cuenta con apoyos suficientes para recuperar los bienes
confiscados, principalmente sus iglesias y monasterios (sin embargo,
esta restitución si fue hecha en la década de los 90 por Rusia,
cuando la desintegración de la URSS).
A
la patria les cuesta admitir el nivel de indignidad humana que a
veces ha impregnado su pasado y estigmatizar a sus héroes. El
recuerdo de los lamentos de la historia, de los crímenes sin nombre,
en palabras de Winston Churchill, conmueve en el campo moral a la
humanidad de forma general y universal. Es una sensación ante el
sufrimiento colectivo que compartimos más allá del tiempo y de los
lugares. Todos quisiéramos que nunca hubiera ocurrido, todos
queremos que nunca más ocurra. Pero, al tiempo que sentimos esto,
las imágenes de nuevas matanzas van inundando nuestra vida
cotidiana. Las masacres se realizan siempre ante la impasibilidad de
los pueblos. Nos hemos acostumbrado a una actualidad llena de
sistemáticos intentos de exterminar al enemigo cultural, religioso o
étnico, y de combatientes que corren a un lado u otro del planeta,
sean terroristas en busca de estados consagrados a una religión,
sean sus perseguidores en defensa de patrias y economías nacionales.
La
prevención del delito se ha de acometer desde el derecho. En el caso
de Armenia, y en el campo de la justicia penal internacional,
singularmente porque fue el jurista Rafael Lemkin, en El
poder del Eje en la Europa ocupada,
publicado en Estados Unidos en 1944, quien dio nombre al genocidio
como delito internacional. Buscaba tipificarlo con un símil sobre
los elementos de una conducta política y social con objetivos
significativamente inhumanos y que creyó haber encontrado su
antecedente en las “fechorías” cometidas contra los armenios.
Traspuso el núcleo de estos elementos del tipo delictivo para
justificar la aplicación jurídica internacional a la Shoa. En
definitiva, la solución final alemana para los judíos había
compartido el mismo elemento intencional que el propósito de los
Jóvenes Turcos. Era la voluntad directiva de eliminar al otro,
exterminarlo. De esto había sido capaz la humanidad en 1915, y
contra esta indignidad la mirada del mundo de entreguerras había
permanecido ciega.
Nacionalismo
y patrioterismo, dos palabras que a menudo se confunden, aunque no
sean sinónimos, principalmente porque se corresponden con estadios o
grados distintos en la evolución de las organización políticas y
sociales. Las naciones puede ser fácilmente victimizadas, las
patrias, en cambio, tienen la fuerza del estado y, como consecuencia,
una legalidad, también internacional, para el monopolio legítimo en
el uso de las armas. La nación se configura a partir de la identidad
de los pueblos, la patria protege el nacionalismo propio, a veces
ocultándolo (si se siente vulnerable por la existencia de otros
nacionalismos internos) dentro de estructuras estatales como un
caracol dentro de las espirales de su concha. Hasta que explota.
Ambos pueden ser excluyentes, pero quien dota de fuerza al
nacionalismo y lo institucionaliza, para bien o para mal, es la
patria.
A
finales de los 40, la mirada del mundo reflejaba el horror sufrido
por los judíos, y volvía a reclamar del orden jurídico
internacional la prevención y el combate contra la aniquilación
programada de los grupos nacionales, de las etnias, de las religiones
o de las razas. Hoy la patria Israel continua negándose a reconocer
el genocidio armenio, tal vez porque no quiera competencia en la
titularidad del sufrimiento en el pasado que justifica la existencia
de su estado.
Pero
en el campo jurídico los armenios nunca tendrán sentencia nacional
o internacional que condene a los culpables, todos fallecidos. (Un
apunte sobre la jurisdicción, porque en asuntos de criminalidad
internacional a menudo se le imputa falta de imparcialidad. Aunque
juzgados la mayoría de las veces por los vencedores, el estigma de
una condena penal alcanza tanto a los genocidas como a las
circunstancias y situaciones que permitieron la atrocidad. Desde la
perspectiva jurídica universalista, no importa tanto el otorgamiento
de la legitimidad a un juez vencedor -de la misma manera que en la
justicia ordinaria los antisistemas también serán juzgados por
jueces funcionarios-, como el cimentar el sometimiento de los
tribunales a los principios universales del derecho penal. Los
juicios legales permiten una recreación de los hechos desde una
objetividad ritual que permite a las partes ejercer sus derechos; sin
embargo, los juicios de la historia consisten en una narrativa en
continua trasformación, que se acomoda fácilmente a los intereses
generalmente de carácter patriótico de los estados que la narran).
Es
la repetición de la atrocidad lo que hay que prevenir por encima de
estas contingencias; y para ello es necesario estigmatizar de forma
objetiva y más allá del juicio de la historia a las organizaciones
estatales que lo planificaron y a los fundamentos, la mayoría de
veces democráticos, populistas, nacionalistas y patrióticos que los
facilitaron. Esta es la fuerza jurisdiccional e institucionalizada
con la que se pretende dotar al derecho internacional, una capacidad
y poder para perseguir y juzgar a los culpables aun por encima de la
fuerzas estatales que pudieran utilizar los criminales. Pero los
armenios jamás obtendrán esta potestad jurisdiccional sobre lo
sucedido en 1915.
Parece,
pues, que el tema solo tenga una opción: cristalizar en sentimientos
victimistas, como ocurre con tantas otras memorias históricas sobre
las que el paso del tiempo ha impedido la celebración de un juicio
contradictorio contra los culpables. Pero la particularidad del caso
es que ha entrado en la juridicidad a través de su dimensión
universalista. A falta de sentencia penal, el instrumento legal ahora
es este reconocimiento por parte de los estados; un reconocimiento
jurídico y de plena legitimidad internacional, porque sirvió de
antecedente para la tipificación del delito. Lo que se pretende, el
objetivo, es que ningún otro Hitler pueda volver a decir “¿y
quien se acuerda de los armenios?”, antes de iniciar una nueva
matanza. Honrar la dignidad universal de los pueblos y de los grupos
nacionales que han sobrevivido a la voluntad humana de exterminio es
algo más que un memorial, entre otras cosas porque sirve para
analizar las reacciones ante esta propuesta, para distinguir entre el
nacionalismo y el patrioterismo, para observar que la barbarie
continuará si no se aplica el derecho universal al reconocimiento de
sufrimiento los pueblos.
Se
dice que todas las victimas construyen una especie de identidad de
grupo en torno a sus reivindicaciones, y que, en el caso de los
nacionalistas, esta identidad es una permanente fuente de conflictos
para la paz. Así ocurrió en 1915. Desde finales del siglo XIX y
hasta principios del XX los armenios entraron en una zona de peligro
marcada por la tensión multiétnica bajo la decadencia del imperio
otomano y del imperio austro-húngaro, con un único aliado, la
estatista Rusia. Eran tiempos de nacionalismos en auge. Cuando los
Jóvenes Turcos, de ideas laicas y próximas a la Europa liberal,
llegaron al poder, fueron considerados exaltados nacionalistas que,
con el miedo a que se impidiera la modernización de Turquía y
desapareciera como estado, desarrollaron un victimismo propio ante
las potencias extranjeras y frente a las minorías étnicas
interiores. El lienzo de los armenios también se extendía coloreado
por una identidad única de religión, de cultura y de lengua, en
medio de etnias, imperios, estatismos, nacionalismos, religiones y
fronteras vacilantes entre Europa, Rusia y Oriente Medio. Ante el
desmoronamiento de los imperios, los Jóvenes Turcos buscaban su
estado protector como fórmula de defensa y obtención del poder.
Hoy
las entidades supra estatales que gobiernan por, y para, intereses,
en principio también supranacionales, respetan en su mayoría los
nacionalismos bajo el prisma del derecho de los pueblos, aunque en su
estructura de poder institucionalizado admitan únicamente a las
decisiones de los estados.
Armenia,
que es un estado, cuna del primer cristianismo y frontera histórica,
religiosa y cultural de Europa, continúa con sus reivindicaciones,
pero sobre todo a través de los hijos de la diáspora. Los
supervivientes han construido una identidad propia en torno al
genocidio y al sentimiento del abandono internacional. Muchos son
nacionales de los mismos estados que decidieron una integración
común para superar los conflictos entre estados-patrias de la II
Guerra. La Unión Europea, de la que por el momento no forma parte ni
Turquía ni Armenia, ha instado a ambos estados a dirimir sus
diferencias y a que se reconozca el genocidio armenio por los estados
miembros (Resolución del Parlamento europeo de 1987). Esta petición
oficial tiene carácter de reconocimiento universal, y también
alcanza a España. Pero en España existe cerrazón al tema por un
debate sobre los nacionalismos internos. Se teme abrir la caja de
Pandora en un momento en que la organización territorial del estado
español parece sentirse especialmente amenazada.
Resulta
significativo que, aunque el Parlament catalán aprobara este
reconocimiento expreso en 2010 (a resultas de un Acuerdo impulsado
por las diplomacias europeas y firmado en Zurich en 2009 por Armenia
y Turquía para iniciar conversaciones sobre el controvertido
reconocimiento), el Parlamento español todavía no lo haya hecho.
Aparte intereses comerciales y diplomáticos con Turquía que siempre
se pueden alegar (también deberían protegerse los existentes con
Armenia), y el escaso número de población de origen armenio en
España (unos 50.000), que impide constituir un grupo de presión
suficiente en el territorio, el contexto legal para tomar una
resolución parlamentaria son los tratados y acuerdos internacionales
y el compromiso del estado derivado de su pertenencia a la U.E. Por
esto, parece que el motivo que subyace en el Parlamento español para
denegar este reconocimiento es de índole más interno que externo o
internacional. No es la primera vez. En su momento, y por razones
también de política interna, España, junto con Rumanía, fue el
único estado de la UE que negó también el reconocimiento de la
independencia de Kosovo. Por decirlo de algún modo, parece que la
defensa del “status quo” sobre la organización territorial de
España motiva el negacionismo español del genocidio armenio.
Llegados
a este punto, cabe preguntarse por el carácter recalcitrante de esta
postura. Aunque fruto de un pacto transicional en los 70, la
Constitución española reconoce las diversas nacionalidades que
coexisten en su territorio. Hay, por lo tanto, un reconocimiento a la
existencia de nacionalismos en la política española. Este ámbito
se concreta en la libertad de los partidos políticos nacionalistas,
que son considerados como legítimos impulsores de las aspiraciones
de los pueblos que se sienten integrados en la patria española. Es
posible que el episodio del referéndum, suspendido en Cataluña,
haya señalado recientemente los límites oficiales del estado a los
impulsos nacionalistas. Pero tampoco es éste el ámbito natural para
reclamar el reconocimiento del genocidio armenio. El reconocimiento
se pide desde el ámbito supra estatal, internacional, donde las
categorías son otras. Son universales.De lo que se trata es de
proteger los valores universales de la humanidad y de los pueblos que
la conforman, de reconocer el lamento del grupo nacional que perdió
a toda una generación a principios del pasado siglo, de señalar que
este lamento tiene traducción jurídica y es un hito de la historia
para la prevención de episodios parecidos.
Hace
tiempo que el régimen español parece haber renunciado a esta
vocación universalista o, cuanto menos, actúa con contradicciones
que debilitan su credibilidad en la defensa de valores universales.
Por una parte, es cierto que facilita la nacionalidad española a los
descendientes de los judíos expulsados en 1492, pero, por otra,
niega aplicar oficialmente la voz jurídica más apropiada para el
caso armenio, al tiempo que ha iniciado una política de
restricciones en materia de justicia penal universal con la reciente
reforma del artículo 23 de la Ley Orgánica del Poder Judicial en
2013.
A
la vuelta de la esquina de esta posición se encuentra el
patrioterismo más fútil. El estado español, que parece sentirse
amenazado por los nacionalismos internos, pretende un nacionalismo
propio, del que espera el reforzamiento de su vertebración como
nación, como patria uniforme, al estilo de las potencias de entre
guerras, cuando el derecho internacional perdía su fuerza en el
concierto de las naciones. Ciertamente no hay agresividad hacia el
exterior (salvo, de vez en vez, cuando la ofensa de la patria
proviene de otros reinados como el de Inglaterra y Marruecos, en sus
también patrióticas disputas territoriales y continentales). Reyes,
emperadores y sultanes también tenían sus disputas a finales del
XIX. Pero resulta decepcionante que, para cohesionar esta patria, que
se quiere común y por encima de las nacionalidades que la componen,
se encuentre frenada la hasta ahora vocación constitucional del
estado español en defensa de valores universales, entre ellos el
reconocimiento jurídico del sufrimiento de los pueblos vencidos. Al
ojear la vieja jurisprudencia española sobre casos de jurisdicción
universal, uno se pregunta ¿que está pasando con nuestros
principios?
Barcelona,
12 de diciembre de 2014
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