16/12/14

Yo me acuerdo del genocidio armenio: memoria y dignidad.

Francisco Domene, escritor español

Anatema a los mentirosos, a los falsos, a los impúdicos que usan la ley para ocultar sus crímenes y los crímenes de los suyos. Anatema a los mentirosos que esconden sus culpas y las de los suyos entre las páginas de la historia. 

Anatema a los manipuladores, a los inmorales, a los tramposos, a los charlatanes, a los embusteros, los que cambian el nombre de las cosas, los que usan subterfugios, evasivas, argucias, los que alzan muros frente a la verdad, los que abren zanjas frente a la verdad, quienes hacen crecer bosques y pedregales en los caminos de la verdad.

Abomino de quienes imponen el olvido y la indiferencia. Aborrezco a los que temen la memoria, a quienes echan tierra sobre el pasado como si tratasen de apagar un fuego eterno. 

Aborrezco a los que gritan en la plaza del mercado o en las asambleas de organizaciones internacionales que todo está bien así, que todo fue porque fue, porque no pudo ser de otro modo, que nadie es responsable de nada, que nadie forzó la desaparición de nadie, que aquí nadie reconoce, nadie acepta cargos, nadie pide perdón, nadie tiene pesadillas por las noches. Porque peor que el olvido es la tergiversación sistemática de la realidad, la negación de la naturaleza misma de aquel terror.

Aborrezco a los mezquinos y a los canallas porque me gusta sentirme orgulloso de todos los demás, de la gente buena, de esa mayoría inmensa que late con un mismo pulso de moralidad, porque no todos cierran los ojos, ni se tapan la boca, ni los oídos, cuando presencian una infamia, cuando escuchan que alguien se la refieren.

Porque no hay muertes tolerables. Porque la muerte es un puñal doble que hiere de muerte a quien da la muerte. Porque la muerte es indisculpable incluso en la mayoría de las circunstancias en que media la amenaza o la certeza de la muerte propia. Y apenas, acaso, pueda comprenderse en lo individual cuando es única y última defensa de la vida de un ser querido. Pero cuando son los Estados los que dan muerte o la provocan, la idean, la legitiman, o crean o consienten las circunstancias que puedan producir una sola muerte eso  es un crimen inexcusable.

Tenemos derecho a tener memoria, incluso cuando no se reconoce el derecho a la justicia. No podemos seguir permitiendo el miedo. Aunque muchos lo reclaman, al menos, como punto de llegada; en realidad, el punto de partida habrá de ser el conocimiento de lo ocurrido. Luego será lo que tenga que ser. Pero ya sin dilaciones, sin aplazamientos, sin añagazas y, por supuesto, sin calumnias espurias.

No permitamos que prohíban la memoria.  Por eso es que tenemos derecho a la denuncia y a exigir la no repetición de los hechos que recordamos. Y tenemos derecho a la aceptación pública de esos hechos, al perdón público y a determinar el restablecimiento de la dignidad de las víctimas. 
Y aquí no hablo de solo una cuestion ética ni de unas razones intelectuales, sino también de hacer frente a la reclamación de derechos y agravios de cualquier índole, también económicos, si así se determinase. Y, entonces, habrá que decir que aquello fue injusto, que les comprendemos y que les apoyamos. 

No sé si fueron cientos o cientos de miles, medio millón o un millón y medio los armenios muertos en 1915, pero hay que poner fin al silencio. No sé si se les exterminó y si lo fue de forma sistemática por motivo de raza, de etnia, de religión, de política o de nacionalidad, o si las muertes se produjeron de forma no premeditada.
Nadie lo sabe con certeza, precisamente, quizá, porque se ha querido no saberlo con certeza, porque muchos se han esforzado en que no se sepa, porque se ha negado, ocultado, dificultado, falseado e impedido de todas las maneras imaginables que la verdad se supiese. Pero tenemos el deber de recordar y el deber de decir, porque el silencio es cómplice.

¿Para cuándo una comisión de la verdad, al modo de las que se crearon para Guatemala o El Salvador? Como alguien dijo: para pasar página primero hay que leerla. Cien años deberían ser suficientes.

Pienso, como Pedro Guerra,  que habrá que contar, desenterrar, emparejar, sacar el hueso al airé puro de vivir, pendiente abrazo, despedida, beso, flor, en el lugar preciso de la cicatriz...; porque en el calcio de cada hueso hay una historia, desmemoriada historia, el horror no solventado.

Y habrá que ponerle nombre a lo ocurrido. Porque ¿con qué palabra se nombra a ese hecho cuando a uno le quitan el hogar, lo deportan de su tierra, le matan a los suyos y lo concentran, por ejemplo, en el desierto de Deir El-Zor, donde ve morir de hambre, de contagios, o asesinados masivamente a miles de personas?

Si hubo culpa, dígase la culpa. Si hubo negligencia, condénese. Si hubo crimen, maldígase. No los encubramos, no permitamos que nos consideren compinches de aquellos miserables. Nunca el olvido. Nunca más el olvido. Olvidar es matar dos veces. 



Baza, Diciembre de 2014

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